El 16 de julio de 1969, un par de horas antes de que el cohete Saturno despegara de Cabo Cañaveral con rumbo a la Luna, había muerto mi madre. Entre las conversaciones de quienes nos encontrábamos alrededor del ataúd, compungidos, surgió la voz clara de mi cuñado Asdrúbal Fuentes, y todos, en tan aciago ambiente, escuchamos su sentencia: “¡Tanta vaina para llegar a la Luna ─dijo─, con cohetes y cápsulas espaciales! ¡En cambio, doña América llegó al Cielo en un solo instante!
Cuatro días después, sentados enfrente de un televisor de una marca hoy desaparecida, control de perillas y pantalla de trece pulgadas en blanco y negro, vimos el espectáculo. Expectantes, nos habíamos preparado para observar en directo un hito científico: el ser humano alunizaría.
Mi hijo mayor, Giorgio, rondaba los cinco y medio años, y mostró ante el evento una actitud reflexiva e imperturbable, que sin duda anunciaba su pragmatismo futuro, en su adultez, ante los avatares de la vida. Manuel, dos años menor, estuvo todo el rato alerta, sin perder detalle, y se mostró entusiasta e impresionado de algo jamás visto antes por nadie. Se aprendió de inmediato los torpes pasos de Neil Armstrong mientras caminaba sobre la pálida superficie lunar. Le encantaba imitar al astronauta en sus torpes brincos, desde luego obligado por la ausencia de la fuerza de gravedad, y siguió arremedando aquellos primeros pasos espaciales durante muchas semanas más. Irene, de escasos dos años, no se interesó del alunizaje, y se fue a su dormitorio a jugar con su muñeca preferida.
En esos instantes trascendentales para la humanidad, reflexioné: ¡cuántos mitos se estaban destruyendo! Pensaba que la Luna no sería más la de antes, un objeto romántico, la del claro de luna beethoveniano, la que tantas veces mencionó Lorca en sus poesías. Su misteriosa lejanía, su color plateado, sus tenues rayos, su contextura que yo creía de queso debido a las mentiras piadosas de mi madre… ¡todo había desaparecido! Pero hace cuarenta años estaba muy equivocado. La Luna hoy sigue imperturbable recorriendo su órbita alrededor de la Tierra, y continúa encerrando sueños y quimeras, y arrulla ideales e inspira a los poetas de siempre. Y nada me cuesta seguir creyendo que su masa agujereada está hecha de queso, como me lo enseñó mi madre siendo apenas un niño.
Memoria enviada por su hijo, Manuel.
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